miércoles, 1 de mayo de 2024

Precio de sangre

 

Asturias, 1984

 

Supongo que sería magnífico disponer de cámaras en todas partes. Si las videocámaras no fueran el aparato caro y engorroso que son, sería fácil llevarlas siempre encima, sin parecer un cretino de esos que cargan con una maleta llena de artefactos para grabar recuerdos cuando van a Disneyworld.

El caso de la pequeña Esther me tiene loco justamente por eso. Nadie ha visto nada, sólo ella, y su joven cerebro ha reprimido los recuerdos para evitar el trauma. Algo tan horrendo en una zona cercana al núcleo urbano, y estamos limitados a una niña de once años que se desespera por protegerse. De no ser por ello, si hubiera existido algún otro medio de llegar a ella, no hubiéramos utilizado la hipnosis. No obstante, la policía, los padres, los periodistas y nuestra propia ética nos presionaban por conseguir algo de ella, así que al fin hemos logrado una revelación. Infructuosa.

A esto no se le puede en modo alguno llamar «revelación». Solamente es una fantasía. El dr. Serrano, jefe de psiquiatría, sostiene que no es más que un delirio onírico de la paciente, un cuento creado por ella misma para explicarse lo que sucedió. El doctor nos ha pedido, nos ha ordenado más bien, que no digamos nada a sus padres y que todo cuanto hemos grabado en la sesión de hipnosis no conste en el historial de la niña, lo destruyamos y no hablemos de ello con nadie. La conclusión final es que Esther simplemente tuvo suerte y ni siquiera ella misma debe pensar nunca nada que se aparte de esa versión. Todos estamos de acuerdo en que es lo mejor.

¿Por qué escribo esto en mi diario entonces? Porque el testimonio de Esther Ramírez, de once años de edad y cuarenta y siete kilos de peso, me ha trastornado como una película de terror gore. No puedo dejar de pensar en ello, en cómo las palabras salieron con absoluta serenidad de su boca infantil, carentes de emoción en apariencia hasta que una lágrima se deslizó de sus ojos. Quiero pensar que, cuando lo ponga por escrito, yo mismo me daré cuenta de lo absurdo que es. Así podré superarlo y dormir. Las pesadillas siempre parecen espantosas cuando uno las vive, e incluso al recordarlas. Es sólo cuando las contamos a otra persona que somos capaces de entender la estupidez que encierra, por ejemplo, vernos perseguidos por un monstruo hecho de huevos viscosos que tiemblan gelatinosamente para intentar atraparnos. Podemos entonces reírnos de ello. Acaso escribirlo me alivie igual.

Así pues, esta tarde, hace tan solo unas horas, hicimos buscar a Esther para la prueba de hipnosis. Sus padres habían firmado el consentimiento esta misma mañana, cuando vinieron a verla. La chiquilla no deja de preguntar cuándo podrá irse a casa y ver de nuevo a sus amigos. Aún no le hemos contado lo que sucedió. Sus padres no quieren hacerlo, el dr. Serrano les indicó que esto era lo mejor y de nuevo estoy de acuerdo. Esther corre peligro de autolesionarse de nuevo, el corte de la cabeza apenas está curado. Por eso aún sigue aquí. Hasta que no tengamos la completa seguridad de su integridad bajo la tutela de sus padres, debe continuar en observación.

La niña llegó a la prueba tranquila y con buen ánimo, como siempre. No se puede esperar de una criatura que esté feliz internada en un hospital psiquiátrico, por más que el Virgen Niña esté situado en un enclave natural tan hermoso como este rincón asturiano, y desde luego yo no la llamaría feliz, aunque sí serena. Estable y con buena disposición. No sonreía, tampoco mostraba miedo ni ansiedad. Simplemente daba la sensación de estar resignada a una prueba más, si bien con cierta ilusión de que ello la acercase al momento de irse al fin a casa.

No puedo dejar de admitir que el mérito de esa tranquilidad la debía a la doctora Orvallo. Tiene una mano especial con los niños, sabe tratarlos como si fueran sus iguales sin perder simpatía o cariño. El dr. Serrano y yo mismo siempre tenemos que ganarnos su confianza, mientras que a ella se la regalan. Nuestros esfuerzos tardan en hacer efecto; con ella son instantáneos. Sabe cómo explicar las pruebas y la finalidad de las mismas de un modo preciso y cercano, ahuyenta sus miedos por completo y sólo deja en los pacientes el deseo de colaborar. Es maravillosa.

—Hola, Esther, ¿te han dicho lo que vamos a hacer hoy? —pregunté mientras le ofrecía el sillón reclinable. Sus pies del número 35, calzados con las zapatillas blancas del hospital apenas rozaban el suelo. Daba cierta imagen de desamparo, pálida y con el cabello moreno recogido en la nuca.

—Que van a hipnotizarme. La doctora Conchi me lo ha contado todo —Conchi es la doctora Orvallo. Sólo a ella la llaman por el nombre de pila y la tutean—. Me ha dicho que no duele, que es como quedarme dormida, pero eso yo lo sabía ya. Lo he visto hacer en la tele.

Sonreí. Me gusta la franqueza de los niños y me preocupan sus problemas que pueden derivar en traumas en la edad adulta. Por eso me especialicé en Psiquiatría Infantil y reconozco que he tenido que enfrentarme a casos muy duros durante mi carrera, si bien nada como a lo que he tenido que oír hoy.

Con los métodos habituales, Esther cayó muy pronto en el sueño hipnótico, para contarnos lo que sucedió… o dice que sucedió, la tarde de aquel sábado. He preferido dejar la narración directamente de la transcripción de las cintas destruidas, tal como ella la contó, respetando su habla, sus repeticiones y aún sus errores gramaticales. Si alguien lee esto, supongo que será después de mi muerte; aun así, no quiero que nadie me acuse de haber puesto mis palabras en boca de la paciente.

 

«Estamos en la feria. Alicia, Teresa y yo. Aún no anochece, pero se hace tarde. Sé que tengo que volver a casa, y como me apetece quedarme un rato más, no miro el reloj. Así podré decir sin mentir que no me di cuenta de lo tarde que era.

El aire huele a palomitas y algodón dulce. Huele tanto a azúcar que casi se puede masticar. He comido perritos calientes con kétchup, nunca los había comido. Papá dice que son comida basura y me da igual, estaban riquísimos. También he comido palomitas, algodón, manzana de caramelo, chicles de pepitas de oro, pipas y he comprado trozos de coco para Papá y Mamá y chupachups de Kojak para mi hermano Toño, que es muy pequeño para venir a la feria. Hemos montado en muchas cosas, en algunas varias veces.

No quiero volver al Laberinto de espejos. Alicia sí que quiere ir. Sabe que César estará allí porque el señor de la taquilla vende cigarrillos sueltos y no le importa si no tienes catorce aún. Alicia dice que es mayor que nosotros porque tiene novio y ya es mujer. A mí me gustaría tener un novio también, por eso voy con ella al Laberinto aunque no me guste, porque quiero aprender.

Cuando llegamos al Laberinto, César está fumando y le dice a Alicia que no le meta prisa, que entrará cuando acabe de fumar y la llama desesperada. Alicia le pide el cigarro. Una calada, dice. César dice una palabrota y le dice que se gaste ella el dinero, pero le da. Alicia tose muchísimo, sonríe y dice que es bueno, que se nota que es americano.

Teresa sonríe, también ella quiere probar y pide, pero Alicia y César le dicen que no. César dice que él no es un estanco, que quien quiera fumar se lo pague, y Alicia que los niños no fuman, así que tampoco pido yo.

Entramos al Laberinto. Veo mi reflejo en todas direcciones. No se puede ir por todos los pasillos, de algunos nos echan porque hay parejas besándose. Enseguida nos separamos aunque tratemos de tomarnos de la mano. Teresa se queja de que Alicia se ha soltado aposta para perderse con César, que así no es divertido, que está harta de hacer siempre lo que quiere Alicia sólo porque es un año mayor y que se quiere ir a su casa.

Los oigo por otro lado del Laberinto, no sé si delante o detrás. Alicia se ríe, pero dice todo el rato que no, que ahí no. César la insulta y la llama calientapollas. Me asusta un poco. Ahora yo también quiero irme a casa. Entonces lo oigo por primera vez. Llora un niño. Al principio creo que es alguien perdido en el Laberinto, que se ha asustado y que llora. Pero me acuerdo de cuando mi hermano era aún más pequeño y sé que es el llanto de un bebé.

Pregunto a Teresa si lo oye. Cree que me refiero a Alicia y César y dice que le da asco. Cuando le digo lo del llanto me dice que no puede ser, que será un gato. Nadie entraría con un bebé en el Laberinto y a los niños chicos no les dejan entrar solos.

Oímos que Alicia grita que no, un golpe fuerte y tiembla la pared de espejos. César la insulta y Alicia llora. No les vemos, pero sabemos que ha pasado algo y seguimos las voces. Alicia se queja, le dice a César que le hizo daño. Él la llama niñata y bebé. Yo sigo oyendo el llanto como de lejos, pero ahora mismo no puedo pensar en él, ahora sólo quiero salir y ver lo que ha pasado.

Cuando salimos ya anochece. Sé que ahora sí que me tengo que ir a casa, que seguro que me encontraré a Mamá por el camino porque habrá salido a buscarme y me habré ganado el broncazo, pero no me puedo ir sin saber qué ha pasado con Alicia y César.

—Son cosas privadas, de pareja —dice Alicia—. A los niños no les interesa, ¿tus padres te cuentan por qué se pelean?

—A mí sí —es Teresa—. Mi madre y yo somos amigas y nos lo contamos todo.

—Eso es porque tu madre no tiene amigas desde que tu padre se marchó con esa, harto de aguantaros, por eso tiene que hablarlo todo con una cría.

—¡Tú eres subnormal! —Teresa se lanza contra César porque no le gusta que nadie le recuerde que sus padres no están juntos o que no la quiere. Todos nos pegamos porque Alicia quiere defender a César y yo a Teresa. Entonces lo escucho otra vez.

—¡Es el llanto del niño! —digo, y les pregunto si lo oyen. No. No oyen nada. César se ríe y me llama embustera.

—Esa leyenda urbana está muy vista.

Yo no había caído en ella, pero nos lo contaron en el colegio hace años. En cuanto llega la feria, siempre hay alguien que la cuenta. Dicen que hace como un siglo, un señor de estas tierras violó a una de las gitanas de la feria. Cuando la feria volvió al año siguiente, la chica llevaba un bebé. Como el señor se enteró de esto, quiso quedarse con él y mandó que lo robaran. La gitana fue a la mansión y lo recuperó, pero el señor era tan rico porque había hecho un pacto con el Diablo para hacer brujería, así que hizo que la gitana no pudiera encontrar la salida del bosque. Dicen que aún siguen allí dando vueltas sin parar por el bosque y que, cuando llega la feria, se puede oír que el niño llora porque la gitana ve las luces y trata de acercarse, pero no llega jamás. Cuentan que si los oyes, ya estás perdido, porque si no les ayudas, la gitana te maldecirá, pero si sí lo haces, será el señor quien lo haga, así que sea como sea, ya estás muerto.

—No es eso, ¿no lo oís? —Teresa me mira con cara de susto, así que sé que ella también lo oye. César niega con la cabeza, Alicia le mira y hace lo mismo.

—Será una familia que se marchan y el niño, claro, llora —Teresa se encoge de hombros. El llanto se oye, pero no más lejos. Me acuerdo otra vez de mi hermano. Si es un crío pequeño que se ha perdido, no puedo dejarlo ahí, pero tampoco quiero meterme en el bosque yo sola.

—Por favor, Tere, ven conmigo. Vamos a buscarlo —mi amiga no sabe qué hacer. César se ríe.

—Te está tomando el pelo, es una embustera.

—Si de verdad lo oyes tú, ves tú —dice Alicia.

—Esther, déjalo —Teresa me tiende la mano—. Estarán por ahí los padres, vámonos a casa, por favor.

—Sí, los padres le estarán haciendo el hermanito, ¡pero que se lo está inventando, joer!

No me lo invento, sé que Teresa lo oye, y César tiene la frente mojada de sudor. Lo oye también y quiere hacerse el valiente. Nadie va a venir conmigo. El llanto del niño parece sonarme en las tripas. Sé que podría buscar a un adulto y decírselo. Claro, y seguro que tampoco me creerán, me dirán que me invento cosas, que mis amigos me engañan con el cuento de la gitana y que me marche a casa. Los mayores nunca creen nada.

Yo sé lo que oigo y no puedo dejar a un niño pequeño solo de noche por ahí. Así que doy la vuelta y enfilo hacia la zona de árboles, hacia la cinta que separa el bosque de la feria. Oigo que César se ríe y enseguida Alicia le hace coro. Teresa ya no me dice que vuelva. Los árboles se acercan a cada paso que doy, más altos cada vez. Apenas cruzo la cinta, parece que todo se oscurece mucho de golpe. Tengo miedo, ojalá me llamase Teresa una vez más, si lo hiciera ahora, ahora que veo lo oscuro que está y el frío que hace, creo que sí volvería atrás. Pero apenas giro la cara veo que César tiene los brazos en los hombros de Alicia y Teresa, se ríe como si les contase algo que no puedo oír desde aquí. Mi amiga está colorada y sonríe. Pues si me pasa algo, será culpa suya.

Otra vez lo oigo, y eso me hace avanzar. Me digo que estoy haciendo lo correcto. La oscuridad se cierra a mi alrededor.  Mamá no se enfadará cuando le cuente que he rescatado a un bebé. Intento imaginarme a la madre del niño dándome las gracias mientras llora de emoción, a mis padres diciéndome lo orgullosos que están de mí, y a Teresa abrazándome por dejarme en la estacada. Me digo que el niño no puede estar lejos, le oigo por ahí. Las plantas del bosque me arañan los tobillos y camino con las manos extendidas para ir tocando los árboles porque no veo nada. No sabía que pudiese ponerse tan oscuro, apenas me veo las manos. Mi respiración parece sonar muy alta.

—Niño… niño… —le llamo. Casi no me sale la voz. El lloro parece cerca, pero también lo parecía cuando entré. También oigo otras cosas, chirridos, crujidos, y como si alguien hablara junto a mí. El suelo chasquea donde yo no lo piso, y pienso en lobos, en osos y serpientes. Me digo que todos los animales temen al hombre. Tenía que haber contado los pasos que daba, pero lo olvidé, así que empiezo a contarlos ahora. Apenas llego a veinte porque oigo algo que me sobresalta, pierdo la cuenta y empiezo de nuevo. No sé si he de contar las zancadas o los pasos, ni recuerdo cuántas veces he empezado la cuenta de nuevo. Mi camiseta es blanca, se supone que debería distinguirse, pero no veo nada, sólo siento angustia. Apenas puedo tragar.

Cada tanto tengo que cambiar de dirección porque encuentro un árbol frente a mí. Me doy cuenta de que lo he hecho tantas veces que ya no estoy segura de saber qué camino he cogido. De pronto tengo muchas ganas de llamar a mi mamá, dar media vuelta y salir corriendo. Noto que mi barbilla tiembla, que no puedo evitar que las lágrimas se me empiecen a saltar.

Justo entonces la punta de mi zapatilla choca con algo blando y el llanto sube de tono. Está ahí. ¡Está ahí! Me agacho a ciegas. Toco algo áspero y como con astillas pequeñas, debe ser un capacho de mimbre. Dentro hay algo cálido, suave y que deja de llorar en cuanto lo toco. Era un niño pequeño y lo he encontrado. Ahora sí que lloro. Hace ruiditos, igual, igual que mi hermano.

Palpo el capacho hasta dar con las asas y con mucho cuidado lo elevo. No pesa tanto como yo creía. Sé que los dos estamos perdidos en el bosque, pero ahora al menos no estoy sola, me siento mejor. El niño parece desprender calor. Siento un alivio tan grande como si ya hubiera pasado todo.

Doy media vuelta, o creo darla, ya no estoy segura. Esperaba ver algo de luz de la feria. Sólo hay oscuridad por todas partes, por más que me acerco al capacho a la cara ni siquiera puedo ver al niño. Me gustaría pensar que mis amigos han avisado a alguien, pero sé que no lo habrán hecho, porque eso significaría admitir que me han dejado entrar al bosque sola y se meterían en un lío.

Sólo me queda caminar en la dirección que creo que he venido. Doy un pequeño paso tras otro, con una mano extendida para dar con los árboles. A cada paso me siento mejor, ya no tengo ganas de llorar. He encontrado al niño y sé que todo va a salir bien.

Los pasos pequeños pronto se convierten en pasos normales, largos. Sucede tan poco a poco que casi no me doy cuenta de que ya llevo el capacho cogido con las dos manos, no necesito ir manoteando para no chocarme con los árboles. Sé qué dirección tomar y dónde pisar, aunque no vea nada.

Es el bosque, lo sé. Me está guiando. Él sabe por dónde llevarme igual que yo sé recorrer mi brazo, por ejemplo.

También voy entendiendo lo que sucedió. Lo veo como en una película. La leyenda es una mentira. Al menos en parte. Es cierto que a la gitana la violaron y que tuvo al niño, que el dueño del bosque secuestró al bebé y la gitana fue a por él. Pero no era el señor quien sabía de magia. Era ella.

La mujer se ocultó en el bosque con su niño. El tipo pretendió ir a buscarla, pero fue ella quien encantó el bosque para que no encontrara la salida nunca. Su alma lleva perdida desde entonces dando vueltas y más vueltas, acercándose a la feria, sin poder salir. Pero la magia no es como en los cuentos. La magia ata al bosque a cambio de un precio, un precio alto. Un precio en sangre. Sin ella, el bosque perderá su encantamiento y lo dejará escapar. Por eso la propia gitana comenzó la historia e hizo correr el rumor. Por eso sé que estoy a salvo.

Los primeros que pagaron el precio fueron los amigos del hombre que la violó. Cuando la mujer de uno de ellos oyó llorar al niño por primera vez, lo tomaron por un bebé verdadero. Sus maridos, asustados por la suerte de su amigo, no quisieron ayudar. Ellas se salvaron. Pero cuando vieron el precio de la sangre en sus maridos, alguna se volvió loca, otra se mató. Por eso dicen que pase lo que pase, cuando lo oyes ya estás muerto. No es cierto, pero es verdad. Ahora lo entiendo.

El suelo del bosque parece deslizarse bajo mis pies, es como si flotara, el capacho no pesa. Sé que hice lo correcto y mis amigos no, me digo, pero eso no me hace sentir mejor.

«Ellos lo oyeron igual que tú. Tú les pediste que vinieran contigo. Si lo hubieran hecho, no hubiera quedado nadie que pagara, siempre tiene que haber dos: oyente e ignorante. Todos lo oísteis, pero tú decidiste ir y ellos ignorar. Les di un plazo. Hasta que lo encontraste. Si hubieran ido detrás de ti, si hubieran avisado a alguien para ayudarte, le habrían pasado a él la maldición. Ha sido su propia elección. Al menos Teresa debió ir contigo, era tu mejor amiga».

Era.

Echo a correr. Sé que da igual que lo haga, lo sé como sé todo lo demás, pero corro de todos modos. Al fin distingo un resplandor a lo lejos. Ya no son las luces de colores de la feria, son las luces frías de farolas, linternas. Me da igual. Lo que llevo en brazos hace rato que no se mueve ni suena a nada. Ahora que veo la luz, correr es más difícil que antes, ahora ya nada me guía, salvo la luz que se hace más intensa a cada paso. Veo la cinta que crucé. Oigo gritos y parloteo de muchas voces. Sé qué voy a ver y otra vez tengo ganas de llorar.

Todo el mundo me mira cuando salgo del bosque. Veo a mis amigos. Aunque lo sabía de antemano, ahora veo el precio de la sangre. El policía viene hacia mí para taparme la visión. Mi madre grita desde lejos y corre hacia mí. Los dos llegan tarde.

 Alicia y Teresa están tiradas en el mismo sitio donde las dejé. César está un poco más lejos, de espaldas, como si hubiera intentado huir. No lo consiguió. Tienen los ojos vacíos y la boca gris. Toda la parte inferior de sus cuerpos está empapada en sangre, como si hubieran tenido diarrea, pero de sangre. El suelo está encharcado de rojo y hay pequeñas cosas en el suelo, trozos purpúreos y gelatinosos.

Lo que llevo en brazos es un tronco hueco. Al menos ahora lo es, antes no sé qué era. Mis amigos han pagado el precio de la sangre, que servirá para alimentar al bosque varios años, porque yo insistí en ir, ahora lo veo claro.

Yo pude haberlo impedido, si no hubiera ido, no habría pasado nada. La maldición necesita un héroe y un malo, si no hay héroe, tampoco puede haber malo al que matar. Si no hubiera insistido, nos hubiéramos ido los cuatro, y ahora Teresa estaría en su casa con su pijama de nubes que ya nunca se pondrá. Agarro el tronco y me golpeo con él la cabeza, fuerte, porque he matado a mis amigos, he matado a mi mejor amiga. Oigo a mi madre que me grita y todo se vuelve negro. Allí debí desmayarme.»

 

¿Qué puedo decir después de esto? Ahora mismo, Esther está en su habitación, han tenido que ponerle sedantes de nuevo para que pueda dormir. No me extraña que no quiera hacerlo y que tenga pesadillas. Tampoco es para sorprenderse que el dr. Serrano no quiera oír hablar de contarle esto a sus padres. Yo mismo quiero creer lo que dice, que no es más que la imaginación de una niña tratando de hallar una explicación a la horrenda suerte de sus amigos, muertos no sabemos cómo por una fuerza que les hizo eyectar los órganos internos por vagina, pene y ano, como si dieran a luz sus propias entrañas. Nadie le encuentra la menor lógica. Quizá ni siquiera queremos hallarla porque, si pensamos en asesinos humanos, en medios a nuestro alcance, ¿qué clase de ser es capaz de matar de ese modo? Y si pensamos en el absurdo de la fantasía… no.

Hace cincuenta años, ese bosque fue cedido a la comunidad que regenta la feria para que se instalen allí. Sé que les han ofrecido vender miles de veces, muchísimos millones. Siempre se han negado. Dicen que el bosque está vivo. Como científico, es una herejía para mí pensar que quizá lo esté más allá de lo evidente.

La Pregunta

"Odiaba el mundo, y me alejé de él. Y ahora que he dejado el mundo, resulta que no me gusto yo. Volveré al mundo; era un alivio pensar que lo que estaba mal no era yo, sino el mundo".


Hay días que sólo quieres encerrarte en el sótano. Pero hay días en que ni siquiera eso basta. Querrías salir de tu propio sótano, no sólo esconderte en él, sino huir de él. Pero no se puede. Entonces te encierras más hondo, levantas muros más altos e intentas que nada llegue a ti. Buscas una llave que te permita a la vez escapar y seguir encerrado, y por un rato lo consigues. Pero cuando vuelves, todo vuelve a ti. Vuelve La Pregunta.


Cada día, ves a personas que la tienen contestada. Tienen una familia, hijos, un negocio, algo. Una respuesta. Sabes que hay personas como tú, que no tienen respuesta a La Pregunta, y supones que un día, dejará de importar, como dejaron de importar otras cosas que en su día parecieron importantes. Pero La Pregunta sigue ahí, siempre está. No se va. Exige que la contestes, pero no puedes hacerlo. Te gustaría recordar otras cosas que podrían contestarla, pero no son suficientes para ella. Insiste en que todas tus respuestas no valen para contestarla. Nada de lo que haces, ninguno de tus esfuerzos, sirve para nada. Así que sigues escondido, a la espera de que simplemente se quiera marchar o callar.


La Pregunta. Cómo la odio. Deja de exigirme, no me acoses más, ¿qué derecho tienes? Soy Yo quien manda. La Pregunta me pega, me golpea una y otra vez. Seguirá aquí varios días, y le da igual lo que haga o diga, me seguirá pegando. Una mañana no estará, se cansará y se habrá ido, pero volverá. Ojalá no vuelva nunca más. Me dice que si no vuelve, será porque yo no la habré contestado, habré perdido. Me da igual. A ella parece importarle, a mí no. Me da igual.


Aquí abajo estoy segura. Intentar contestarla, implica demasiado dolor, más del que quiero sentir de nuevo. Prefiero que me pegue aquí, prefiero perder definitivamente a volver a sufrir. Esto, no es ser cobarde, es haber pretendido ser demasiado valiente; es haber aprendido a no tocar el fuego, a no sacar el brazo por la ventanilla, a guardarte de las cosas que producen dolor. Es sensatez. La Pregunta puede decir lo que quiera o pegarme cuanto quiera. No conseguirá que vuelva a querer sentir dolor.

Te mataré. Otra vez.

   Está encadenado. Las argollas que le sujetan las muñecas a la pared le obligan a estar de rodillas e inclinado. No puede sentarse ni ponerse derecho, su sitio es estar así, humillado, con la cabeza agachada. Los baldosines blancos están manchados de sangre, de heces y orín, y la luz del fluorescente parpadea todo el día. Sólo de vez en cuando le dejo dormir, sólo unos minutos. Da igual, porque de todos modos, no puede morir. No le dejo hacerlo.



     Aprieto el botón que da paso a la corriente eléctrica, y chilla como un cerdo, se estremece, se orina encima y el ojo derecho le salta de la órbita. Tiene los dientes apretados y le sangra la boca. Ha debido morderse la lengua otra vez. Cae. Le sangran las rodillas por estar siempre en esa postura, y tiene rotos los dedos de los pies porque sus piernas eran demasiado largas y daban con la pared. Sé que ha muerto, pero da igual. Volverá a su cuerpo en poco rato. Su cuerpo estará intacto otra vez, para volver a empezar y a terminar, una y otra vez. La comisura de mi boca se curva hacia arriba, muy ligeramente, apenas un esbozo... el pensamiento me alivia. Es un gran alivio saber que siempre estará allí para esto.


    Abre los ojos, y reconoce el lugar. Llora. Una vez intentó matarse él mismo golpeándose la cabeza contra el suelo, pero no llega. Grita. Grita de dolor, de impotencia, de rabia; mira hacia el cristal y al verme, me grita, pero no llega a articular palabra. Le estalla la cara, y sus dientes salen despedidos. Sigue vivo, y seguirá así mientras a mí me plazca. Pero seguiré matándole más tarde, cuando vuelva a interesarme.

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