Asturias, 1984
Supongo que sería magnífico disponer de cámaras en todas
partes. Si las videocámaras no fueran el aparato caro y engorroso que son,
sería fácil llevarlas siempre encima, sin parecer un cretino de esos que cargan
con una maleta llena de artefactos para grabar recuerdos cuando van a Disneyworld.
El caso de la pequeña Esther me tiene loco justamente por
eso. Nadie ha visto nada, sólo ella, y su joven cerebro ha reprimido los
recuerdos para evitar el trauma. Algo tan horrendo en una zona cercana al
núcleo urbano, y estamos limitados a una niña de once años que se desespera por
protegerse. De no ser por ello, si hubiera existido algún otro medio de llegar
a ella, no hubiéramos utilizado la hipnosis. No obstante, la policía, los
padres, los periodistas y nuestra propia ética nos presionaban por conseguir
algo de ella, así que al fin hemos logrado una revelación. Infructuosa.
A esto no se le puede en modo alguno llamar «revelación».
Solamente es una fantasía. El dr. Serrano, jefe de psiquiatría, sostiene que no
es más que un delirio onírico de la paciente, un cuento creado por ella misma
para explicarse lo que sucedió. El doctor nos ha pedido, nos ha ordenado más
bien, que no digamos nada a sus padres y que todo cuanto hemos grabado en la
sesión de hipnosis no conste en el historial de la niña, lo destruyamos y no
hablemos de ello con nadie. La conclusión final es que Esther simplemente tuvo
suerte y ni siquiera ella misma debe pensar nunca nada que se aparte de esa
versión. Todos estamos de acuerdo en que es lo mejor.
¿Por qué escribo esto en mi diario entonces? Porque el
testimonio de Esther Ramírez, de once años de edad y cuarenta y siete kilos de
peso, me ha trastornado como una película de terror gore. No puedo dejar de
pensar en ello, en cómo las palabras salieron con absoluta serenidad de su boca
infantil, carentes de emoción en apariencia hasta que una lágrima se deslizó de
sus ojos. Quiero pensar que, cuando lo ponga por escrito, yo mismo me daré
cuenta de lo absurdo que es. Así podré superarlo y dormir. Las pesadillas
siempre parecen espantosas cuando uno las vive, e incluso al recordarlas. Es
sólo cuando las contamos a otra persona que somos capaces de entender la
estupidez que encierra, por ejemplo, vernos perseguidos por un monstruo hecho
de huevos viscosos que tiemblan gelatinosamente para intentar atraparnos. Podemos
entonces reírnos de ello. Acaso escribirlo me alivie igual.
Así pues, esta tarde, hace tan solo unas horas, hicimos
buscar a Esther para la prueba de hipnosis. Sus padres habían firmado el
consentimiento esta misma mañana, cuando vinieron a verla. La chiquilla no deja
de preguntar cuándo podrá irse a casa y ver de nuevo a sus amigos. Aún no le
hemos contado lo que sucedió. Sus padres no quieren hacerlo, el dr. Serrano les
indicó que esto era lo mejor y de nuevo estoy de acuerdo. Esther corre peligro
de autolesionarse de nuevo, el corte de la cabeza apenas está curado. Por eso
aún sigue aquí. Hasta que no tengamos la completa seguridad de su integridad
bajo la tutela de sus padres, debe continuar en observación.
La niña llegó a la prueba tranquila y con buen ánimo, como
siempre. No se puede esperar de una criatura que esté feliz internada en un hospital
psiquiátrico, por más que el Virgen Niña esté situado en un enclave natural tan
hermoso como este rincón asturiano, y desde luego yo no la llamaría feliz,
aunque sí serena. Estable y con buena disposición. No sonreía, tampoco mostraba
miedo ni ansiedad. Simplemente daba la sensación de estar resignada a una
prueba más, si bien con cierta ilusión de que ello la acercase al momento de
irse al fin a casa.
No puedo dejar de admitir que el mérito de esa tranquilidad la
debía a la doctora Orvallo. Tiene una mano especial con los niños, sabe
tratarlos como si fueran sus iguales sin perder simpatía o cariño. El dr.
Serrano y yo mismo siempre tenemos que ganarnos su confianza, mientras que a
ella se la regalan. Nuestros esfuerzos tardan en hacer efecto; con ella son
instantáneos. Sabe cómo explicar las pruebas y la finalidad de las mismas de un
modo preciso y cercano, ahuyenta sus miedos por completo y sólo deja en los
pacientes el deseo de colaborar. Es maravillosa.
—Hola, Esther, ¿te han dicho lo que vamos a hacer hoy?
—pregunté mientras le ofrecía el sillón reclinable. Sus pies del número 35, calzados
con las zapatillas blancas del hospital apenas rozaban el suelo. Daba cierta
imagen de desamparo, pálida y con el cabello moreno recogido en la nuca.
—Que van a hipnotizarme. La doctora Conchi me lo ha contado
todo —Conchi es la doctora Orvallo. Sólo a ella la llaman por el nombre de pila
y la tutean—. Me ha dicho que no duele, que es como quedarme dormida, pero eso
yo lo sabía ya. Lo he visto hacer en la tele.
Sonreí. Me gusta la franqueza de los niños y me preocupan
sus problemas que pueden derivar en traumas en la edad adulta. Por eso me especialicé
en Psiquiatría Infantil y reconozco que he tenido que enfrentarme a casos muy
duros durante mi carrera, si bien nada como a lo que he tenido que oír hoy.
Con los métodos habituales, Esther cayó muy pronto en el
sueño hipnótico, para contarnos lo que sucedió… o dice que sucedió, la tarde de
aquel sábado. He preferido dejar la narración directamente de la transcripción
de las cintas destruidas, tal como ella la contó, respetando su habla, sus repeticiones
y aún sus errores gramaticales. Si alguien lee esto, supongo que será después
de mi muerte; aun así, no quiero que nadie me acuse de haber puesto mis
palabras en boca de la paciente.
«Estamos en la feria. Alicia, Teresa y yo. Aún no anochece,
pero se hace tarde. Sé que tengo que volver a casa, y como me apetece quedarme
un rato más, no miro el reloj. Así podré decir sin mentir que no me di cuenta
de lo tarde que era.
El aire huele a palomitas y algodón dulce. Huele tanto a azúcar
que casi se puede masticar. He comido perritos calientes con kétchup, nunca los
había comido. Papá dice que son comida basura y me da igual, estaban riquísimos.
También he comido palomitas, algodón, manzana de caramelo, chicles de pepitas
de oro, pipas y he comprado trozos de coco para Papá y Mamá y chupachups de
Kojak para mi hermano Toño, que es muy pequeño para venir a la feria. Hemos
montado en muchas cosas, en algunas varias veces.
No quiero volver al Laberinto de espejos. Alicia sí que
quiere ir. Sabe que César estará allí porque el señor de la taquilla vende
cigarrillos sueltos y no le importa si no tienes catorce aún. Alicia dice que
es mayor que nosotros porque tiene novio y ya es mujer. A mí me gustaría tener un
novio también, por eso voy con ella al Laberinto aunque no me guste, porque
quiero aprender.
Cuando llegamos al Laberinto, César está fumando y le dice a
Alicia que no le meta prisa, que entrará cuando acabe de fumar y la llama
desesperada. Alicia le pide el cigarro. Una calada, dice. César dice una
palabrota y le dice que se gaste ella el dinero, pero le da. Alicia tose
muchísimo, sonríe y dice que es bueno, que se nota que es americano.
Teresa sonríe, también ella quiere probar y pide, pero
Alicia y César le dicen que no. César dice que él no es un estanco, que quien
quiera fumar se lo pague, y Alicia que los niños no fuman, así que tampoco pido
yo.
Entramos al Laberinto. Veo mi reflejo en todas direcciones.
No se puede ir por todos los pasillos, de algunos nos echan porque hay parejas
besándose. Enseguida nos separamos aunque tratemos de tomarnos de la mano.
Teresa se queja de que Alicia se ha soltado aposta para perderse con César, que
así no es divertido, que está harta de hacer siempre lo que quiere Alicia sólo
porque es un año mayor y que se quiere ir a su casa.
Los oigo por otro lado del Laberinto, no sé si delante o
detrás. Alicia se ríe, pero dice todo el rato que no, que ahí no. César la
insulta y la llama calientapollas. Me asusta un poco. Ahora yo también quiero
irme a casa. Entonces lo oigo por primera vez. Llora un niño. Al principio creo
que es alguien perdido en el Laberinto, que se ha asustado y que llora. Pero me
acuerdo de cuando mi hermano era aún más pequeño y sé que es el llanto de un
bebé.
Pregunto a Teresa si lo oye. Cree que me refiero a Alicia y
César y dice que le da asco. Cuando le digo lo del llanto me dice que no puede
ser, que será un gato. Nadie entraría con un bebé en el Laberinto y a los niños
chicos no les dejan entrar solos.
Oímos que Alicia grita que no, un golpe fuerte y tiembla la
pared de espejos. César la insulta y Alicia llora. No les vemos, pero sabemos
que ha pasado algo y seguimos las voces. Alicia se queja, le dice a César que
le hizo daño. Él la llama niñata y bebé. Yo sigo oyendo el llanto como de lejos,
pero ahora mismo no puedo pensar en él, ahora sólo quiero salir y ver lo que ha
pasado.
Cuando salimos ya anochece. Sé que ahora sí que me tengo que
ir a casa, que seguro que me encontraré a Mamá por el camino porque habrá
salido a buscarme y me habré ganado el broncazo, pero no me puedo ir sin saber
qué ha pasado con Alicia y César.
—Son cosas privadas, de pareja —dice Alicia—. A los niños no
les interesa, ¿tus padres te cuentan por qué se pelean?
—A mí sí —es Teresa—. Mi madre y yo somos amigas y nos lo
contamos todo.
—Eso es porque tu madre no tiene amigas desde que tu padre
se marchó con esa, harto de aguantaros, por eso tiene que hablarlo todo con una
cría.
—¡Tú eres subnormal! —Teresa se lanza contra César porque no
le gusta que nadie le recuerde que sus padres no están juntos o que no la
quiere. Todos nos pegamos porque Alicia quiere defender a César y yo a Teresa.
Entonces lo escucho otra vez.
—¡Es el llanto del niño! —digo, y les pregunto si lo oyen.
No. No oyen nada. César se ríe y me llama embustera.
—Esa leyenda urbana está muy vista.
Yo no había caído en ella, pero nos lo contaron en el
colegio hace años. En cuanto llega la feria, siempre hay alguien que la cuenta.
Dicen que hace como un siglo, un señor de estas tierras violó a una de las
gitanas de la feria. Cuando la feria volvió al año siguiente, la chica llevaba
un bebé. Como el señor se enteró de esto, quiso quedarse con él y mandó que lo
robaran. La gitana fue a la mansión y lo recuperó, pero el señor era tan rico
porque había hecho un pacto con el Diablo para hacer brujería, así que hizo que
la gitana no pudiera encontrar la salida del bosque. Dicen que aún siguen allí
dando vueltas sin parar por el bosque y que, cuando llega la feria, se puede
oír que el niño llora porque la gitana ve las luces y trata de acercarse, pero
no llega jamás. Cuentan que si los oyes, ya estás perdido, porque si no les
ayudas, la gitana te maldecirá, pero si sí lo haces, será el señor quien lo
haga, así que sea como sea, ya estás muerto.
—No es eso, ¿no lo oís? —Teresa me mira con cara de susto,
así que sé que ella también lo oye. César niega con la cabeza, Alicia le mira y
hace lo mismo.
—Será una familia que se marchan y el niño, claro, llora —Teresa
se encoge de hombros. El llanto se oye, pero no más lejos. Me acuerdo otra vez
de mi hermano. Si es un crío pequeño que se ha perdido, no puedo dejarlo ahí,
pero tampoco quiero meterme en el bosque yo sola.
—Por favor, Tere, ven conmigo. Vamos a buscarlo —mi amiga no
sabe qué hacer. César se ríe.
—Te está tomando el pelo, es una embustera.
—Si de verdad lo oyes tú, ves tú —dice Alicia.
—Esther, déjalo —Teresa me tiende la mano—. Estarán por ahí
los padres, vámonos a casa, por favor.
—Sí, los padres le estarán haciendo el hermanito, ¡pero que
se lo está inventando, joer!
No me lo invento, sé que Teresa lo oye, y César tiene la
frente mojada de sudor. Lo oye también y quiere hacerse el valiente. Nadie va a
venir conmigo. El llanto del niño parece sonarme en las tripas. Sé que podría
buscar a un adulto y decírselo. Claro, y seguro que tampoco me creerán, me
dirán que me invento cosas, que mis amigos me engañan con el cuento de la
gitana y que me marche a casa. Los mayores nunca creen nada.
Yo sé lo que oigo y no puedo dejar a un niño pequeño solo de
noche por ahí. Así que doy la vuelta y enfilo hacia la zona de árboles, hacia
la cinta que separa el bosque de la feria. Oigo que César se ríe y enseguida
Alicia le hace coro. Teresa ya no me dice que vuelva. Los árboles se acercan a
cada paso que doy, más altos cada vez. Apenas cruzo la cinta, parece que todo
se oscurece mucho de golpe. Tengo miedo, ojalá me llamase Teresa una vez más,
si lo hiciera ahora, ahora que veo lo oscuro que está y el frío que hace, creo
que sí volvería atrás. Pero apenas giro la cara veo que César tiene los brazos
en los hombros de Alicia y Teresa, se ríe como si les contase algo que no puedo
oír desde aquí. Mi amiga está colorada y sonríe. Pues si me pasa algo, será
culpa suya.
Otra vez lo oigo, y eso me hace avanzar. Me digo que estoy
haciendo lo correcto. La oscuridad se cierra a mi alrededor. Mamá no se enfadará cuando le cuente que he
rescatado a un bebé. Intento imaginarme a la madre del niño dándome las gracias
mientras llora de emoción, a mis padres diciéndome lo orgullosos que están de
mí, y a Teresa abrazándome por dejarme en la estacada. Me digo que el niño no
puede estar lejos, le oigo por ahí. Las plantas del bosque me arañan los
tobillos y camino con las manos extendidas para ir tocando los árboles porque
no veo nada. No sabía que pudiese ponerse tan oscuro, apenas me veo las manos.
Mi respiración parece sonar muy alta.
—Niño… niño… —le llamo. Casi no me sale la voz. El lloro
parece cerca, pero también lo parecía cuando entré. También oigo otras cosas, chirridos,
crujidos, y como si alguien hablara junto a mí. El suelo chasquea donde yo no
lo piso, y pienso en lobos, en osos y serpientes. Me digo que todos los
animales temen al hombre. Tenía que haber contado los pasos que daba, pero lo
olvidé, así que empiezo a contarlos ahora. Apenas llego a veinte porque oigo
algo que me sobresalta, pierdo la cuenta y empiezo de nuevo. No sé si he de
contar las zancadas o los pasos, ni recuerdo cuántas veces he empezado la
cuenta de nuevo. Mi camiseta es blanca, se supone que debería distinguirse,
pero no veo nada, sólo siento angustia. Apenas puedo tragar.
Cada tanto tengo que cambiar de dirección porque encuentro
un árbol frente a mí. Me doy cuenta de que lo he hecho tantas veces que ya no
estoy segura de saber qué camino he cogido. De pronto tengo muchas ganas de
llamar a mi mamá, dar media vuelta y salir corriendo. Noto que mi barbilla
tiembla, que no puedo evitar que las lágrimas se me empiecen a saltar.
Justo entonces la punta de mi zapatilla choca con algo
blando y el llanto sube de tono. Está ahí. ¡Está ahí! Me agacho a ciegas. Toco
algo áspero y como con astillas pequeñas, debe ser un capacho de mimbre. Dentro
hay algo cálido, suave y que deja de llorar en cuanto lo toco. Era un niño
pequeño y lo he encontrado. Ahora sí que lloro. Hace ruiditos, igual, igual que
mi hermano.
Palpo el capacho hasta dar con las asas y con mucho cuidado
lo elevo. No pesa tanto como yo creía. Sé que los dos estamos perdidos en el
bosque, pero ahora al menos no estoy sola, me siento mejor. El niño parece desprender
calor. Siento un alivio tan grande como si ya hubiera pasado todo.
Doy media vuelta, o creo darla, ya no estoy segura. Esperaba
ver algo de luz de la feria. Sólo hay oscuridad por todas partes, por más que
me acerco al capacho a la cara ni siquiera puedo ver al niño. Me gustaría
pensar que mis amigos han avisado a alguien, pero sé que no lo habrán hecho,
porque eso significaría admitir que me han dejado entrar al bosque sola y se
meterían en un lío.
Sólo me queda caminar en la dirección que creo que he
venido. Doy un pequeño paso tras otro, con una mano extendida para dar con los
árboles. A cada paso me siento mejor, ya no tengo ganas de llorar. He
encontrado al niño y sé que todo va a salir bien.
Los pasos pequeños pronto se convierten en pasos normales,
largos. Sucede tan poco a poco que casi no me doy cuenta de que ya llevo el
capacho cogido con las dos manos, no necesito ir manoteando para no chocarme
con los árboles. Sé qué dirección tomar y dónde pisar, aunque no vea nada.
Es el bosque, lo sé. Me está guiando. Él sabe por dónde
llevarme igual que yo sé recorrer mi brazo, por ejemplo.
También voy entendiendo lo que sucedió. Lo veo como en una película.
La leyenda es una mentira. Al menos en parte. Es cierto que a la gitana la
violaron y que tuvo al niño, que el dueño del bosque secuestró al bebé y la gitana fue a por él. Pero no era el señor quien sabía de magia. Era ella.
La mujer se ocultó en el bosque con su niño. El tipo pretendió
ir a buscarla, pero fue ella quien encantó el bosque para que no encontrara la
salida nunca. Su alma lleva perdida desde entonces dando vueltas y más vueltas,
acercándose a la feria, sin poder salir. Pero la magia no es como en los
cuentos. La magia ata al bosque a cambio de un precio, un precio alto. Un
precio en sangre. Sin ella, el bosque perderá su encantamiento y lo dejará
escapar. Por eso la propia gitana comenzó la historia e hizo correr el rumor. Por
eso sé que estoy a salvo.
Los primeros que pagaron el precio fueron los amigos del
hombre que la violó. Cuando la mujer de uno de ellos oyó llorar al niño por
primera vez, lo tomaron por un bebé verdadero. Sus maridos, asustados por la
suerte de su amigo, no quisieron ayudar. Ellas se salvaron. Pero cuando vieron
el precio de la sangre en sus maridos, alguna se volvió loca, otra se mató. Por
eso dicen que pase lo que pase, cuando lo oyes ya estás muerto. No es cierto,
pero es verdad. Ahora lo entiendo.
El suelo del bosque parece deslizarse bajo mis pies, es como
si flotara, el capacho no pesa. Sé que hice lo correcto y mis amigos no, me
digo, pero eso no me hace sentir mejor.
«Ellos lo oyeron igual que tú. Tú les pediste que vinieran
contigo. Si lo hubieran hecho, no hubiera quedado nadie que pagara, siempre tiene
que haber dos: oyente e ignorante. Todos lo oísteis, pero tú decidiste ir y
ellos ignorar. Les di un plazo. Hasta que lo encontraste. Si hubieran ido
detrás de ti, si hubieran avisado a alguien para ayudarte, le habrían pasado a
él la maldición. Ha sido su propia elección. Al menos Teresa debió ir contigo,
era tu mejor amiga».
Era.
Echo a correr. Sé que da igual que lo haga, lo sé como sé
todo lo demás, pero corro de todos modos. Al fin distingo un resplandor a lo
lejos. Ya no son las luces de colores de la feria, son las luces frías de farolas,
linternas. Me da igual. Lo que llevo en brazos hace rato que no se mueve ni
suena a nada. Ahora que veo la luz, correr es más difícil que antes, ahora ya
nada me guía, salvo la luz que se hace más intensa a cada paso. Veo la cinta
que crucé. Oigo gritos y parloteo de muchas voces. Sé qué voy a ver y otra vez
tengo ganas de llorar.
Todo el mundo me mira cuando salgo del bosque. Veo a mis
amigos. Aunque lo sabía de antemano, ahora veo el precio de la sangre. El
policía viene hacia mí para taparme la visión. Mi madre grita desde lejos y
corre hacia mí. Los dos llegan tarde.
Alicia y Teresa están tiradas en el mismo
sitio donde las dejé. César está un poco más lejos, de espaldas, como si
hubiera intentado huir. No lo consiguió. Tienen los ojos vacíos y la boca gris.
Toda la parte inferior de sus cuerpos está empapada en sangre, como si hubieran
tenido diarrea, pero de sangre. El suelo está encharcado de rojo y hay pequeñas
cosas en el suelo, trozos purpúreos y gelatinosos.
Lo que llevo en brazos es un
tronco hueco. Al menos ahora lo es, antes no sé qué era. Mis amigos han pagado
el precio de la sangre, que servirá para alimentar al bosque varios años,
porque yo insistí en ir, ahora lo veo claro.
Yo pude haberlo impedido, si no hubiera
ido, no habría pasado nada. La maldición necesita un héroe y un malo, si no hay
héroe, tampoco puede haber malo al que matar. Si no hubiera insistido, nos
hubiéramos ido los cuatro, y ahora Teresa estaría en su casa con su pijama de
nubes que ya nunca se pondrá. Agarro el tronco y me golpeo con él la cabeza,
fuerte, porque he matado a mis amigos, he matado a mi mejor amiga. Oigo a mi
madre que me grita y todo se vuelve negro. Allí debí desmayarme.»
¿Qué puedo decir después de esto?
Ahora mismo, Esther está en su habitación, han tenido que ponerle sedantes de
nuevo para que pueda dormir. No me extraña que no quiera hacerlo y que tenga
pesadillas. Tampoco es para sorprenderse que el dr. Serrano no quiera oír
hablar de contarle esto a sus padres. Yo mismo quiero creer lo que dice, que no
es más que la imaginación de una niña tratando de hallar una explicación a la
horrenda suerte de sus amigos, muertos no sabemos cómo por una fuerza que les
hizo eyectar los órganos internos por vagina, pene y ano, como si dieran a luz
sus propias entrañas. Nadie le encuentra la menor lógica. Quizá ni siquiera
queremos hallarla porque, si pensamos en asesinos humanos, en medios a nuestro
alcance, ¿qué clase de ser es capaz de matar de ese modo? Y si pensamos en el
absurdo de la fantasía… no.
Hace cincuenta años, ese bosque
fue cedido a la comunidad que regenta la feria para que se instalen allí. Sé
que les han ofrecido vender miles de veces, muchísimos millones. Siempre se han
negado. Dicen que el bosque está vivo. Como científico, es una herejía para mí
pensar que quizá lo esté más allá de lo evidente.